Arquitectura, Naturaleza y Energía

Edificio de la Facultad de Artes Integradas

Universidad del Valle
2013

Equipo de Trabajo: Mauricio Pinilla, Adolfo Alzate, Pedro Martínez, María Rojas y Andrés Jaramillo.

El campus de la Ciudad Universitaria de Meléndez de la Universidad del Valle comenzó a edificarse hacia 1965. Participaron en su planificación y diseñaron sus edificios, algunas de las más importantes firmas colombianas de arquitectura de entonces.

El terreno para el proyecto bordeaba la gran explanada en torno a la cual fueron erigidos la Biblioteca Central, proyectada por Bruno Violi, la Facultad de Ciencias, proyectada por Jaime Camacho y Julián Guerrero, y un edificio que originalmente iba a albergar a la Facultad de Artes y luego se transformó en la sede de la Rectoría, proyectado por Fernando Martínez Sanabria. El terreno permaneció indeterminado casi tres décadas hasta la convocatoria del concurso para la Facultad de Artes Integradas.

La primera tarea que el nuevo proyecto debía cumplir debía ser la de conformar el paramento de la explanada. Al proporcionársele el borde que faltaba, quedaría consolidada como único espacio geométricamente definido en el campus, lo cual ratificaría el sentido colectivo que le otorgan los edificios de la Biblioteca y la Rectoría. Esta primera decisión implicaba otorgar a este borde la máxima altura posible para contener de mejor manera la vastedad del espacio abierto.

Había llegado una monografía sobre aquel poderoso proyecto que Louis Kahn empezó a redactar en 1962 para el Instituto de Administración de la India, en Ahmedabad. Venía acompañado de una serie amplísima de fotografías y de planos completos del conjunto, revestidos ambos de aquella pátina que les confería el papel opaco en el que se imprimía la revista, tan contrastante con el blanco reluciente de las demás publicaciones periódicas. Las fotografías mostraban la maravilla de la estructura de claustros del proyecto, pensada para permitir el paso de las brisas provenientes del río a través de las diagonales del damero que conformaban. Eran fotografías captadas por un ojo sensible, capaz de entender las transparencias, los contrastes de luz y sombra, la escala, las relaciones de los edificios con la naturaleza y también aquello inasible que para Kahn era fundamental, el deseo del edificio de ser de aquella determinada y única manera capaz de representar cabalmente el propósito para el cual se lo construía. La estructura de pabellones y
claustros del proyecto de Kahn constituyó un estímulo poderoso para el trabajo que comenzaba.

La estructura tipológica homogénea del proyecto de Kahn, fuertemente caracterizada por las diagonales de los edificios, podía simplificarse hasta adquirir la sencillez de la cuadrícula de nuestros centros fundacionales, donde lo rural y lo urbano se mezclaban para constituir una relación viva entre arquitectura y naturaleza, así como para crear un sistema en el que son posibles las jerarquías y donde lo público y lo privado quedan claramente diferenciados.

Dibujé una retícula de corredores que enmarcaba entre ellas cuatro módulos del damero, proponiendo como regla básica que dos de ellos serían construidos y dos serían patios, con la distribución alternada de los escaques del tablero de ajedrez. Cada cuadro de estos sería como las manzanas de la ciudad, mientras los corredores serían como las calles, que conducirían las redes de servicios y permitirían la circulación general y el acceso a los edificios. Los patios serían como los solares de las manzanas.

Al entrar al conjunto el visitante encuentra la sala de los pasos perdidos, cuya escala abarca los cuatro pisos del edificio. Es un espacio rodeado de corredores por todos sus costados en todos los pisos, como los viejos corrales donde se representaba el gran teatro español. El suelo está hundido dos escalones respecto al perímetro, para que también los corredores del primer piso se convirtieran en palcos y transformen el centro en escenario. Había visto en Glasgow la pequeña escuela que Mackintosh proyectó en Scotland Street, con una sala central de doble altura, su piso ligeramente más bajo que los corredores perimetrales y una exacta disposición de las circulaciones para promover y realzar su carácter de corazón del proyecto. Aunque entonces ya era un museo, podía entenderse con claridad la capacidad de convocar que tenía aquel espacio e imaginarse las veladas que allí congregarían a los niños y maestros que aparecían en las fotografías de principios de siglo que colgaban de las paredes.

Desde hacía tiempo apreciaba la arquitectura hecha en Cali en las décadas precedentes, con sus grandes aleros, sus cerramientos calados, sus escaleras abiertas al paisaje y a la brisa, sus balcones floridos y sus pisos frescos de baldosines de cemento, siempre entre grandes árboles que les prodigaban sombra.

Sabía que en las tardes la brisa bajaba de la cordillera y dispersaba generosamente en las calles el aroma de las flores de ciertos árboles.
Quería vincular estos factores del lugar con la actividad de la facultad, disponiendo en distintos niveles los lugares de reunión y trabajo, a fin de propiciar contactos visuales y auditivos. Ojalá los músicos pudieran, terminadas sus clases, salir a practicar en las terrazas y los patios elevados. El conjunto debía tener diversas opciones para sentarse, con barandas para asomarse, recorridos para encontrarse y rutas alternas para llegar de un lado a otro de distintas maneras.

Mientras trabajaba llegó una comunicación en la que los organizadores del concurso solicitaban a los participantes, en la medida de lo
posible, preferir en sus proyectos como luz estructural la específica distancia de 7,20 metros, pues esta era la medida con la que habían
sido hechos todos los edificios del campus.

Intuitivamente empecé a percatarme de sus posibilidades. Al dividirla por dos, por tres, por cuatro y por seis obtenía medidas enteras que podía aprovechar en la composición de las plantas, asignándolas a aulas, cubículos, oficinas, auditorios, pasillos y escaleras. Los módulos asumían sin dificultad estas medidas y acogían casi perfectamente las áreas solicitadas para cada dependencia en el programa. Si agrupaba cuatro de ellos formando un cuadrado, las posibilidades de composición crecían. De estas conquistas que iba haciendo con alborozo resultó el dimensionamiento de los módulos definitivos de la cuadrícula. Cada módulo mediría 14,40 metros de lado y encajaría en una retícula de franjas de 3,60 metros de anchura. Estas servirían en principio como pasillos de circulación, a veces no estarían construidas y ampliarían la dimensión de los patios, ocasionalmente se integrarían en la planta útil de los edificios. Como resultado de ello, la geometría terminaba vinculada firmemente a los edificios vecinos.

Una vez ganado el concurso e iniciado el desarrollo de los planos constructivos constaté, una vez más deslumbrado, el mágico valor de la retícula de 7,20 metros, que ahora permitía insertar con precisión bloques, calados, baldosas y prefabricados, los cuales se ajustaban en ella con precisión, como en un mecano, sin romper una sola pieza.